Ideas demasiado comunes. A propósito del libro: Los años setenta de la gente común. La naturalización de la violencia, de Sebastián Carassai, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013

en El Aromo nº 76

 

 

Guido Lissandrello

Grupo de Investigación sobre la Lucha de Clases en los ’70-CEICS

 

¿Fue enterrada la teoría de los dos demonios? ¿Ya pasó al olivido? Al parecer, la academia se está poniendo a tono con el nuevo clima político y vuelve a la carga con una perspectiva que demoniza a los revolucionarios. Del mito montonero se pasa al mito de la “clase media”. Si quiere enterarse de la historia que se viene, lea esta nota.

 

El ascenso de la lucha de clases en la Argentina a comienzos de este siglo, obligó a la historiografía socialdemócrata a examinar el pasado reciente, después de haberse negado a hacerlo durante los ’90 (para Romero, eso no era Historia). El epicentro de esa revisión estuvo y está encarnado en la colección Historia y Cultura: el pasado presente que, dentro de la editorial Siglo XXI, dirige el pope de la socialdemocracia académica: Luis Alberto Romero. Vezzetti y Calveiro, entre otros, centraron su mirada en el estudio (y la condena moral) de la violencia en los años ’70, lo que les permitió trazar ciertos paralelismos con los acontecimientos de 2001. En efecto, el objetivo era y es reactualizar y cuestionar las experiencias revolucionarias del pasado, para condenar por esa vía, las actuales.

Los años setenta de la gente común se ubica en esa trayectoria. Se trata de la tesis doctoral del investigador de Conicet, Sebastián Carassai, dirigida por Daniel James, con financiación de la Universidad de Indiana, subsidios UBACyT y otras tantas becas internacionales. Es decir, es un hombre con peso institucional. Como veremos en esta nota, sus páginas refuerzan las conclusiones a las que arriba toda la historiografía socialdemócrata sobre los ’70: lo que aconteció fue un enfrentamiento entre aparatos armados que exaltaron la violencia al paroxismo y que se mantuvieron ajenos al conjunto de la sociedad. En suma, una reedición de la teoría de los dos demonios.

 

Aquellos hombres grises

 

La primera parte del libro se concentra en estudiar lo que, parafraseando a Eric Wolf, el autor llama “la gente sin historia” de los ’70. Esto es, la “clase media”. Lo que Carassai se propone es analizar las opiniones, percepciones y posicionamientos de la “gente común” ante los hechos de violencia de la etapa. Como todos los estudios centrados en la “clase media”, carece por completo de una definición acotada y precisa de tal objeto de estudio. Se trata de una noción propia del sentido común, que el autor no se preocupa por definir en términos científicos.[1] Por eso cae en (in)definiciones culturalistas: la clase media se define a partir de un determinado habitus, es decir, a partir de un conjunto de prácticas, gustos y consumos comunes. De más está decir que esos gustos no aparecen determinados por una particular relación con los medios de producción y el recorte empleado termina resultando absolutamente arbitrario. Se habla de “gente común”, como si el resto de los mortales -que caen por fuera de la delimitación de Carassai- no lo fuera. De allí que los testimonios que toma como “clase media” resultan un continente con el más variado contenido: trabajadores bancarios, empleados administrativos u oriundos de una ciudad.

Partiendo de esta deficiente definición, el autor procede a hacer un nuevo recorte: no va a estudiar al conjunto de esta “clase”, sino que se va a dedicar a aquellos sectores que no tuvieron militancia orgánica. Eso implicaría, según Carassai, excluir a la minoría militante (estudiantes y “elites intelectuales y culturales”), para concentrarse en el grueso de los sujetos que se mantuvieron “distantes de todo compromiso político”, como si algo así fuera posible. Con cerca de 200 entrevistas orales a “gente común” de ciudad de Buenos Aires, San Miguel de Tucumán y Correa (Santa Fe), el autor procede a examinar las percepciones de estos “actores” sobre tres formas de violencia: la social (hechos insurreccionales cuyo arquetipo es el Cordobazo), la armada (vinculada a las organizaciones políticas con aparatos militares) y la estatal (la ejercida tanto por la Triple A como por los militares). Los testimonios se refuerzan con apreciaciones sobre revistas de la época (Confirmado, Crisis, Panorama, etc.), periódicos (La Nación, La Gaceta, etc.) y producciones televisivas (como Rolando Rivas Taxista o los monólogos de Tato Bores). Las conclusiones de todo ello, son claras: el grueso de la “clase media” se mantuvo equidistante y ajena tanto de las organizaciones armadas como de la violencia estatal. Solo se manifestó cierta solidaridad ante la llamada violencia social, pero no por “compromiso ideológico” sino por “humanidad”. La guerrilla no obtuvo siquiera una simpatía inicial: no existió ni izquierdización ni peronización de los sectores medios y la radicalización solo alcanzó a una minoría de sectores estudiantiles.[2]

Estos señalamientos son, en realidad, verdades a medias. Es cierto que estadísticamente (una forma de medición muy presente en el libro, donde se recuperan sondeos de opinión y encuestas) el grueso de las fracciones de clases que se examinan (pero que no constituyen ninguna “clase media”) no desarrollaron una conciencia socialista y revolucionaria. Es lo que sucede normalmente. Si no, viviríamos de revolución en revolución. Sin embargo, la novedad que trae el proceso abierto en 1969 se mide en el plano cualitativo: fracciones minoritarias de la pequeña burguesía y de la clase obrera inician una ruptura con sus direcciones burguesas tradicionales (el peronismo) y comienzan a andar un camino que los lleva a postular una salida propia, revolucionaria, a la crisis orgánica. Fracciones minoritarias, es cierto, pero (y esto es lo que se le escapa al autor) crecientes. Justamente esas que el autor descarta. Carassai no puede visualizar esta novedad porque cae preso de un sentido común muy extendido, que supone que las revoluciones se producen cuando el conjunto de la sociedad ha acordado y consensuado un cambio político. Sin embargo, las experiencias históricas concretas demuestran que solo en situaciones revolucionarias, en ese momento en que está inmediatamente en cuestión el control del poder estatal, el grueso de la sociedad (no toda) se manifiesta por el cambio revolucionario. Hasta que no llega ese momento, los militantes revolucionarios son visualizados como anormales o locos. En los ’70, esa potencialidad estuvo presente, pero no llegó a desarrollarse por completo: el proceso revolucionario no tuvo su situación revolucionaria. Pero ello no niega que sectores cualitativamente importantes y crecientes alcanzaran una conciencia socialista y amenazaran la existencia del capitalismo.

 

Cuentos de amor, de locura y de muerte

 

La segunda parte del libro es la que mejor expresa su subtitulo. En el excurso y capítulo que la componen, Carassai se dedica a estudiar una gran cantidad de publicidades y chistes gráficos de la época. En ellos encuentra un lenguaje e imágenes claramente violentas: publicidades de cigarrillos o jeans en donde siempre aparecen armas, comerciales televisivos donde el protagonista asesina al camarógrafo, chistes que hablan abiertamente de la violencia, la guerra, la tortura y la desaparición. De ello el autor concluye que se conformó un “fondo cultural agresivo y autoritario” (p. 285), una exaltación de la acción drástica, la falta de tolerancia, un momento en el que todo era blanco o negro. Es decir, esa sociedad que aparecía en la primera parte del libro equidistante de los extremos, ahora aparece poseída por un demonio violento. A punto tal que el autor prácticamente se niega a sí mismo escribiendo que “parece probable que algo de la simpatía que despertó la guerrilla en los sectores medios no involucrados en la lucha política […] pueda explicarse más por este deseo de soluciones drásticas que por coincidencias ideológicas” (p. 286). Dicho más sencillamente, parece que finalmente hubo cierta adhesión de sectores de “clase media” a las organizaciones armadas pero, claro, rápidamente Carassai indica que no se trató más que de un entramado cultural colectivo violento y sádico.

Como ya mencionamos en el acápite anterior, el autor cae en la idea común de que los procesos revolucionarios son etapas de consenso, sana discusión y firma de acuerdos de caballeros. Aunque tentadora, la imagen es falsa. Las revoluciones conducen necesariamente a enfrentamientos sociales donde se pone en cuestión la reproducción del conjunto social. Por lo tanto, hay ganadores y perdedores. Y obviamente, nadie quiere perder, menos cuando lo que está en juego es su propia reproducción. De modo tal que toda revolución deviene más temprano o más tarde, en una guerra civil.

 

Nadie, nada, nunca

 

No es casual que nuestro autor condene tan abiertamente una etapa de enfrentamientos sociales como la de los ’70. En efecto, su libro forma parte del ataque intelectual de la historiografía socialdemócrata, vuelta liberal, contra la revolución, que resurgió tras el 2001. Marca toda una trayectoria: el director de la colección pasó de reivindicar a Hobsbawm a convertirse en el principal columnista de La Nación. Ante la amenaza al orden social, estos personeros de la burguesía buscaron defenestrar a las fuerzas revolucionarias. Pintaron un cuadro de los setenta (el mejor espejo que tenemos los revolucionarios de hoy) al mejor estilo Félix Luna en su prólogo al libro de Richard Gillepie sobre Montoneros: un momento de la historia donde minoritarios grupos armados buscaron poseer a la “gente común”. Pero en los ’80 habría llegado el mejor de los exorcistas: la democracia burguesa. Y Carassai, obviamente, lo celebra: “La década de los setenta arrojó un saldo de sangre suficientemente denso como para que una enorme mayoría de la sociedad terminara rechazando alteraciones radicales del orden social. Estos datos dejan el inevitable sabor a una lección aprendida a un costo más que doloroso” (p. 394). Una oda a la democracia que se erigió sobre la sangre y los cadáveres de nuestros compañeros. Nuestro autor olvida la cantidad de muertos que la democracia ha traído. Muertos por la miseria social y muertos por la represión, la violencia se encuentra bajo el capitalismo permanentemente presente. Claro que eso a Carassai lo tiene sin cuidado: la única violencia que puede ver es la de aquel que intenta cambiar ese estado de cosas que a él le parecen tan “naturales”. Seguramente, se habrá visto sorprendido por el hecho de que otro diciembre “caliente” le termine aguando el festejo de los 30 años de democracia. Pero claro, esos saqueadores no son “gente común”…

1Para un análisis científico de lo que fenomenológicamente aparece como “clase media”, remitimos al lector a la lectura de nuestros estudios en torno a la pequeña burguesía: AA.VV.: “Para una historia de la pequeña burguesía criolla (o qué pasó el 19 a la noche)”, en Razón y Revolución, N° 10, 2002; AA.VV.: “Hagamos ciencia”, en Razón y Revolución, Nº 13, 2004.

2Para un análisis estructural sobre la radicalización de la pequeña burguesía: Pacheco, J.: El MLN-Malena y la construcción del programa de liberación nacional (1955-1969), Ediciones ryr, Buenos Aires, 2012, capítulo 2.

1 Comentario

  1. Y así seguimos. Haciendo la historia de los protagonistas de la lucha e ignorando la idiosincracia de las clases medias.
    Y apenas alguno lo hace e intenta describir sus reacciones, es vapuleado y hasta criticado en lo personal.
    Me parece que en esto de «razón y revolución» la primera nos la estarían debiendo. Es más fácil hacer oídos sordos a esos sectores o disparar contra la clase media que tratar de comprenderla en sus particularidades y a partir de allí construir opciones políticas superadoras.

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